Cerrar los ojos

Cuando Helena cerraba los ojos veía una y otra vez la misma imagen: Nada. Un vacío inusual se le imponía con un silencio estremecedor. Ya habían pasado años del incidente y todavía no podía conciliar el sueño con facilidad y antes de quedar dormida de puro cansancio le surgía la misma pregunta una y otra vez, como una pesadilla inagotable: ¿Porqué cerré los ojos?

Y no era cosa baladí, ni recurrente, ambos extremos de la misma correa de transmisión con la que la vida nos sorprende en arrebatos. Ella trabajaba como Coordinadora de Seguridad y Salud para una empresa de ámbito nacional, con un salario fijo envidiable y unas condiciones optimas para realizar bien su trabajo, no en vano era una de las más valoradas dentro de la empresa por su meticulosidad y su inspiración, por su perseverancia y su perspicacia.

Mirando hacia atrás se preguntaba también si en ese entonces tenía más trabajo del habitual, algún problema personal o alguna traba de índole capaz de no hacerle ver lo evidente. Pero por mucho que se castigaba no lograba encontrar un motivo que hiciera que su imprudencia fuera menos dolorosa, aun cuando, contra todo pronóstico, el juez la indultara de todo castigo.

Pero ella no se indultaba, estaba en la obra cuando sucedió el accidente mortal que acabó con la vida de un operario que, entre otras cosas, tenía familia: una mujer, dos niños, una suegra y hasta un gato que mantener. Todos ellos se quedaron sin los cuidados de Antonio (así se llamaba), un chico de 32 años, voluntarioso, trabajador pero despistado que pisó como no debía y cuyo peso en velocidad no aguantó el andamio en el que estaba por falta del debido anclaje. Ella estaba allí y vio a la persona con vida y sin vida en un lapsus de tiempo muy corto. Son sucesos que traumatizan, que cambian tu vida, que te hacen replantearte a donde quieres conducir tu existencia.

Dos semanas después Helena abandonó su puesto de trabajo, ya en plena crisis, se echaba la culpa no de todo pero si de una parte, la parte lo suficientemente importante como para no dejarla dormir, lo suficientemente inquietante para que le permitiera resistir otro incidente parecido. Se planteó múltiples alternativas de subsistencia pero al final se decantó por una totalmente contraria a la que, hasta ahora, había sido su labor. Montó una floristería con la ayuda de un hermano también en paro y la inestimable colaboración de familiares y amistades.

Y allí seguía viviendo una vida prestada pues como castigo a su falta de atención se auto impuso la soledad, se auto impuso la mayor de las lesiones: la de no sentir. Día tras día se levantaba para ir a trabajar, sonreía a los clientes pero procuraba que no se acercaran demasiado, nunca mantenía relaciones sociales más allá de dos palabras y de regreso a casa no se paraba a degustar ningún alimento donde la gente pudiera verla. Por la noche se castigaba físicamente haciendo ejercicios o degustaba libros hasta desfallecer. El sentimiento de culpa no era una losa, era una cárcel.

Un día llegó un muchacho a la floristería, tenía unos catorce años y le pidió que le aconsejara que flores le podían gustar más a su madre. Ella le miró sin entender porqué aquel muchacho le resultaba tan familiar, y, sin pensarlo, le indicó unas gerberas que a ella le gustaban mucho y el chico asintió y se dispuso a pagarle. Una vez entregado el dinero, el muchacho no recogió el ramo y se dispuso a irse, Helena le gritó que se dejaba las flores, y éste, sereno, le dijo: "no me las dejo, es un regalo" y salió corriendo.

Helena, descolocada, no sabía que pensar... ¿Tenía un admirador de catorce años? ¿Y porqué su cara le parecía tan conocida? No fue hasta después de unas semanas que encontró su respuesta mientras compraba en un supermercado de esos de los que quedan pocos, entre otras cosas porque la propia sociedad (ayudada activamente por políticos, grandes superficies y personas en general) se ha empeñado en que desaparezcan los pequeños y medianos comercios que tantas familias salvaban y que tanto entorno económico-social generaban en los barrios... bueno!! Mejor hago un punto y aparte porque ya estaba perdiendo el hilo de la historia con esta arenga social!!!

Helena buscaba activamente un bote de garbanzos, para hacer una ropa vieja, cuando volvió a ver al chico de catorce años que se había atrevido a regalarle un ramo de flores... A una floristera!! Cuál no sería su sorpresa cuando descubrió, a su lado, a la mujer del fallecido Antonio, y no era coincidencia ya que charlaban alegremente. Una oleada de sentimientos la inundaron de arriba abajo, se sintió desfallecer, más aún cuando la mujer se dio cuenta de que la estaba mirando y, dispuesta, se encaminó hacia ella. ¿Vendría a decirle que porqué había hecho mal su trabajo? ¿Vendría a pedirle explicaciones de porqué permitió que su marido se matara? ¿La gritaría, insultaría o agrediría? ...  Los ojos de ambas mujeres se enfrentaron por unos segundos muy intensos, pero Helena no vio en ellos ira o rencor, no vio tristeza o amargura, lo que vio fue algo en lo que no había pensado nunca: Gratitud.

La mujer de Antonio abrazó a Helena en un largo contacto que hizo que esta última olvidara los garbanzos y las penurias. Luego la cogió de la mano y se la llevó a la cafetería.

Yo no se de que hablaron, no me invitaron. Pero a partir de ese momento Helena recuperó la ilusión por vivir, se reencontró con la existencia y tuvo una vida normal y corriente, ni mejor ni peor que la del lector pero si consecuente con lo que ella es. Nunca volvió a trabajar como Coordinadora de Seguridad y Salud en una obra de Construcción, pero se las quedaba mirando ya no con tristeza, sino con la extrañeza de quien mira la foto de una vieja amistad que ya no está, pero que nunca se fue.

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