El paseo.




Cuando Antonio cogió la furgoneta no pensaba: actuaba, tal y como lo había hecho durante años, con decisión, con ahínco, con la velocidad propia de la repetición constante y periódica. No en vano llevaba muchos años realizando la misma operación al menos dos veces al mes: se levantaba temprano el domingo, sobre las seis y media de la mañana, y cogía la furgoneta para ir a dar una vuelta sin rumbo definido, sin meta trazada, sin objetivo alcanzable pero con la mente clara y los pensamientos límpidos.

Todo empezó cuando la fiesta de Marina, su mujer en aquel momento, su ex-mujer ahora. De porqué era la fiesta no se acuerda Antonio, no era su cumpleaños, ni su santo, ni un aniversario de esos que tanto le llamaba la atención a ella (el día que nos conocimos, el día que nos besamos, el día que coincidimos con Enriqueta del tercero B en el supermercado del pueblo de mis padres…) en fin, que con tres copas de más aguantaron despiertos toda la noche a que los invitados se fueran y entonces estalló: su primera pelea matrimonial. Y fueron tantas las cosas que se lanzaron a la cara que para no seguir discutiendo él cogió la furgoneta (porque ese día el coche estaba en el taller) y salió a escape sin rumbo fijo, como suele pasar en este tipo de situaciones. Caminó y caminó con el vehículo.

Antonio, hijo y hermano de empresarios, veía en cada momento una nueva forma de aprender algo, intentaba con todas sus fuerzas sacar el máximo provecho de cada situación, por lamentable que ésta fuera. Así, con las manos aferradas al volante con fuerza realmente innecesaria y recordando las duras palabras de su mujer giraba y enfilaba cada recodo de la carretera visualizando sin suspicacias, analizando como un científico para llegar a alguna conclusión factible (tal vez, el motivo cierto o complementario fuera el de relajar la tensión de su mente por la ya famosa primera pelea).

En estas estaba cuando en una curva reconoció un nombre nunca escuchado ni leído: “Va----uillo” “¡Vauillo!, que nombre más curioso y a la vez más comercial”, pensó, rápidamente estacionó convenientemente la furgoneta y bajó de ella armado de su cámara fotográfica (la dejaba siempre cargada en el vehículo para realizar documentos gráficos de sus trabajos antes o después de acometerlos), y sacó fotos del cartel, que, ya en frio, ponía nombre a un pueblo muy hermoso llamado “Valsequillo”, popular por sus buenas gentes y por sus quesos en otro orden de cosas, y que, con la inestimable ayuda del crecimiento floral se había convertido temporalmente en “Vauillo”.



A las dos semanas su empresa había sustituido el comercial nombre de “Aluminios José” por el no menos comercial “Aluminios Vauillo”. Pintó los laterales de la furgoneta añadiendo el nuevo membrete y distribuyó cartas (todavía no estaba en uso internet) explicando a sus antiguos clientes el cambio de rumbo de la empresa pasando a llamarse Vauillo para tener un impacto comercial más apropiado en el resto de las islas y en península donde desembarcaría más pronto que tarde. También empleó un dinero “prestado generosamente” por una entidad bancaria para poner varios anuncios en periódicos de ámbito provincial. Los resultados no se hicieron esperar, y ya fuera por el cambio de nombre, por el nombre en sí, o por la estrategia de la publicidad los encargos y peticiones de presupuesto se incrementaron en un 30% en un mes, en un 50% en tres meses y en varios años llegó a tener tres locales industriales dedicados a la confección de elementos de aluminio y metálicos y personal en las siete islas canarias para abastecer y realizar todo tipo de obras en su ámbito profesional. Un éxito sólo debido a que un día salió temprano con la furgoneta. O, al menos, eso pensaba Antonio.

El tiempo transcurrió como sólo él sabe hacerlo, lento y rápido al mismo tiempo. Cada vez que salía con la furgoneta no encontraba una solución a algún problema, ni tenía una idea genial para hacer prosperar la empresa, pero encontraba algo más valioso: unos minutos a solas consigo mismo. Una paz que no cambiaría por otra cosa. Si bien, también sirvió para darse cuenta de quién era y de quién quería llegar a ser. Debido a su carácter espontáneo y a sus reacciones contundentes primero y laxas después, encandilaba a cualquiera que fuera a hacer tratos con él. En sus manos el poder de convicción tomaba la forma implacable de la realización.

Pero tras veinticinco años de éxitos la compañía había topado con un mounstro difícil de tratar: la tan traída crisis Europea y Española del 2008 en adelante. Fue perdiendo trabajos y una empresa de algún lugar del archipiélago canario le dejó una deuda del 50% de su capital. Fue un golpe insuperable. Perdió primero las bases en las islas más alejadas, luego las tres naves industriales de tratamiento y fabricación. Perdió carisma cuando su adorada mujer lo dejó. Perdió fuelle cuando sus amigos fueron alejándose de él tan pronto se daban cuenta que ya no tenía ese carisma, porque, aunque Antonio nunca lo pensó así, no era el dinero lo que le unía a la gente, era su propia personalidad.

Con el tiempo se quedaron él, su primo Rafael, la siempre fiel Luisa y una nave ilegal y a medio hacer donde malvivía de los pequeños encargos que le llegaban, también conservaba su antigua furgoneta que no había querido cambiar por ninguna. En esas estaba cuando llegó el fatídico domingo en que decidió permanecer más tiempo en la carretera para ver si encontraba otro cartel, otra señal, una muestra inequívoca e indiscutible de que todo iba a cambiar, de que las cosas iban a enderezarse, de que su intuición volvía a resurgir de las cenizas para encontrar un árbol al que agarrarse.

Pensó y pensó. Agotó por dos veces las carreteras de la isla, o, al menos, las que él conocía. No se cansaba nunca de intentar llegar a algún sitio, no físico sino mental. Pero lamentablemente sus piernas fallaron antes que llegara a una conclusión. La furgoneta se precipitó por un barranco de 30 metros de altura. Dio varias vueltas de campana y no se incendió de milagro. Los bomberos tardaron seis horas en llegar hasta él y otras dos en sacarlo del amasijo de hierros. La escena era dantesca.

Antonio sobrevivió. Se rehízo con el tiempo aunque una cojera y unos dolores lumbares le acompañaron a lo largo de su vida. Pero también lo acompaño otra idea, la última que le había enseñado su furgoneta y, tal vez, la más valiosa. Ella había dado su vida para enseñarle que eso precisamente era lo más valioso. La furgoneta, en la mente de Antonio, se sacrificó saltando al vacío para que él dejara de buscar soluciones a lo que no podía solucionar, para que dejara atrás el pasado y siguiera adelante.

Él, Antonio, entendió el mensaje. Fue moderadamente feliz el resto de sus días. Emprendió varios negocios, lo llevaba en la sangre, pero aunque fracasaron nunca dejó de sonreír, nuca salió en busca de respuestas. Sólo esperó otro momento mejor. Aprendió a prevenir en vez de a improvisar.

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